Filósofo Sergio Rojas: «Colapsa en Chile la idea del mercado como matriz de la sociedad»

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A más de un mes del inicio del estallido social un concepto que persiste en el espacio público es la demanda por la dignidad como horizonte. Ante este fenómeno, el filósofo y académico de la Facultad de Artes, se adentra en esta dimensión como expresión de un malestar e insatisfacción de las personas, como una expresión subjetiva de lo que el académico ha denominado, más bien, como un «terremoto social».

Al ingresar a la aplicación Google Maps, quienes busquen uno de los puntos neurálgicos de la capital, la Plaza Baquedano, hoy se encontrarán con que esta ha sido nombrada en esta plataforma informativa como “Plaza de la Dignidad”. Y es que esta palabra, este concepto, ha sido uno de los más nombrados y desplegados en calles, pancartas y consignas como parte de las manifestaciones sociales luego del estallido social del 18 de octubre.

A más de un mes de este hito, la palabra sigue siendo utilizada. Como explica el académico de las facultades de Artes y Filosofía y Humanidades, Sergio Rojas, la noción de dignidad “tiene que ver con un orden de cosas que va más allá del económico, corresponde al sentimiento que pueden tener las personas de que justamente su condición humana de existencia está siendo vulneraba”.

¿Por qué cree que se ha levantado este concepto y qué implica?

Pienso que la noción de dignidad es algo que va más allá de lo estrictamente simbólico, pues apunta precisamente a una comprensión más compleja, más cercana a la realidad de la experiencia respecto al motivo de la desigualdad. Efectivamente, la desigualdad es algo que ha tendido a pensarse en términos cuantitativos, estableciendo diferencias o ciertos rangos entre los millones de personas que ganan poco y los pocos que ganan demasiado, y eso se lleva a cuantificación. A partir de eso se hacen preguntas como a cuánto debiese ascender el sueldo mínimo, lo cual se va traduciendo aritméticamente –cosa que, por cierto, hay que hacer- pero creo que arriesga una simplificación del problema.

De la desigualdad había información suficiente e incluso existía una percepción cotidiana, entonces cómo entender lo que algunos han denominado el estallido social. Yo lo denomino “un terremoto social”. Cómo entender el hecho de que eso se haya producido ahora. Es ahí donde yo introduzco la noción de dignidad.

El sentimiento de indignidad corresponde al de una condición humana de existencia que está siendo vulnerada. Y en ese sentido el problema de la desigualdad como diferencia entre distintos ingresos, no logra dar cuenta de este sentimiento. La indignidad tiene que ver con un momento de desnudamiento de la existencia, de vulnerabilidad, de intemperie.


En ese contexto, ¿cómo explicar este despliegue “invisibilizado” de la desigualdad y la indignidad?

Pienso que eso tiene que ver con una capacidad de subjetivar el malestar, una capacidad que, aunque es enorme, no es infinita. Este es un problema que vengo trabajando desde hace varios años. En el malestar tiene lugar un sentimiento de insatisfacción, pero se trata de una insatisfacción que no logra ser traducida a necesidad, y por lo tanto no puede ser satisfecha a través del consumo. El malestar es un sentimiento de insatisfacción ante la totalidad de la existencia, incluso insatisfacción ante la forma en que he “solucionado” mi vida. Entonces no tiene que ver con carencias particulares de determinados objetos o necesidades puntuales que no logran ser satisfechas.

Lo que llamamos sociedad de consumo funciona con el malestar en la medida en que está permanentemente traduciéndolo a necesidad, y por lo tanto logra identificar un objeto que puede de alguna manera palear, superar, hacer olvidar momentáneamente esa insatisfacción, el hecho de que se está viviendo una vida que no vale la pena.

El problema es qué es lo que sucede cuando el coeficiente de malestar en la ciudadanía es de tal magnitud, alcanza tal persistencia, que el consumo ya no logra aplacarlo o cuando, concretamente, una situación económica mermada ya no hace posible recurrir al consumo para sobornar ese sentimiento de malestar. Pienso que es en ese momento que las personas comienzan a sentir esta indignidad.

En ese sentido, es tristemente interesante la frase del ministro Fontaine, cuando dice que las personas se puedan levantar más temprano para tomar el metro con un precio más bajo. Sin duda es una frase que él va a lamentar toda su vida y, como digo, es interesante justamente porque no fue un exabrupto. Lo impertinente es el hecho de que lo haya dicho, pero esa frase expresa un pensamiento muy arraigado: la idea de que las personas en situación de precariedad siempre pueden aguantar todavía un poco más.

“¿Cuánto tiempo podría sostenerse esta ficción?” es una pregunta que usted planteó en una columna de opinión. ¿Por qué cree que tardó tanto este “darse cuenta?

Este es un gran tema. Estuve en Alemania hace dos semanas atrás, y esa era una pregunta que me hacían. Con todo que ha pasado y lo que seguirá sucediendo, muchas tareas han llegado para quedarse, en lo inmediato no sólo para la política, sino también para la academia; tareas que tienen ver con el modo en que hacemos sociedad, pero también con el modo en que hemos naturalizado una cierta idea del mercado. Colapsa hoy día en Chile una cierta idea del mercado como matriz de la sociedad y tal vez el nombre de ese colapso sea “neoliberalismo”.

Algo que hay que pensar es en qué medida hoy día el neoliberalismo es algo que excede al capitalismo; incluso, el neoliberalismo comprende de alguna manera la catástrofe del capitalismo. Se podría decir que la catástrofe del capitalismo se llama neoliberalismo.

Pienso que la pregunta respecto a cuánto iba a durar esta ficción, implica también el itinerario que hizo Chile bajo la dictadura -sobre todo en su última etapa, y luego a partir de la transición-, el de una progresiva despolitización. Una progresiva pérdida de interés de las personas por la política a partir del momento en que el mercado se hace autónomo respecto a esta, y eso es algo que el neoliberalismo chileno, con una sólida pauta en la Constitución del 80, llevó a cabo para proteger justamente a la economía de los vaivenes de la polémica que es política, y eso se transformó en sentido común. La política se fue transformando en algo en lo que las personas podían tener o no interés, como sucede cuando quien le interesa o no el fútbol.

Una dimensión esencial de esa despolitización es la des-democratización de la sociedad chilena. O sea, la pérdida –entre otras cosas- de la confianza y de las expectativas en el diálogo, en el acuerdo, incluso en la discrepancia ideológica. En ese sentido es interesante lo que está ocurriendo hoy día: asistimos a un progresivo interés por la política nuevamente después de lo que fue ese proceso de despolitización que reducía la política al momento eleccionario.

¿Cuál cree que es la principal ganancia y oportunidad a nivel simbólico de este estallido social?

Una hipótesis: a este momento que estamos viviendo yo lo llamo “terremoto”. Se habla de un “despertar” de Chile. Discrepo de esa imagen en el sentido de que creo que más bien lo que está sucediendo en estos momentos no es que Chile está despertando, sino que el país está explotando. Incluso en algunos lugares, literalmente está explotando. O sea, Chile tocó fondo.

Este es un momento con un coeficiente político inédito, por cierto, pero yo estaría tentado de decir que no es político todavía. No es todavía el momento de la discrepancia, de la discusión, o sea, todo lo que se está planteando en torno a una nueva Constitución ya es parte de un proceso de repolitización la realidad chilena, de repolitización el malestar, de repolitización incluso de las adhesiones al actual gobierno, a sus prácticas y principios económicos. Recordemos que el actual gobierno fue votado por muchos no como una opción de “derecha”, sino como el gobierno de la eficiencia, que debía “frenar la puerta giratoria”, que pondría “mano dura” contra la delincuencia, que era saludable la “alternancia”, etc.

Es importante abocarse a pensar, más allá de la actualidad noticiosa, el proceso en el que nos encontramos; no apresurarse en la figura demasiado optimista de un “despertar” que nos instala como de inmediato en el primer capítulo de una historia por venir. Creo que va a llegar esa nueva historia y será la ocasión de “enmendar” el rumbo en muchas cosas, pero por ahora en nuestras expectativas se entrelazan entusiasmo e incertidumbre. Construir la salida no será tarea fácil.


Una de las formas de expresión de este descontento fueron actos iconoclastas, la destrucción o intervención de esculturas de “próceres”. ¿Por qué cree que se atentó contra estas piezas?

Cuando el malestar en la ciudadanía, esta insatisfacción que pareciera tener como asunto una existencia que ha comenzado a tocar fondo, se va generando un discurso de radical escepticismo, un descreimiento que se confronta con todo tipo de institucionalidad. Ya no es solamente la política, sino que es también la iglesia, es también carabineros. No olvidemos que hace unos años atrás carabineros solía aparecer en las encuestas como una de las instituciones mejor evaluadas después de los bomberos, e incluso en el extranjero llamaba mucho la atención esta imagen ciudadana de la policía.

Ese escepticismo tiene que ver también con el neoliberalismo, porque va progresivamente instalando la figura del individuo como unidad irreductible, el individuo como el lugar de una autonomía desvinculada, una entidad desde donde se genera el interés que mueve al mercado. Respecto a la cuestión de los actos iconoclastas, yo diría que es ese escepticismo el que hoy se expresa rabiosamente contra esa otra institución que es la historia. La historia que no es el pasado, que no es simplemente la memoria, sino que es justamente una forma instituida de resolver el tiempo pretérito, una forma consagratoria de representarse el pasado, abundante, por cierto, en efemérides militares.

Si consideramos lo que acabo de señalar, tendría que llamarnos la atención la cantidad de banderas chilenas que aparecen en las marchas; paralelamente, muchas banderas referidas a los pueblos originarios, a la diversidad sexual. Entonces, una pregunta que yo me hago es la siguiente: ¿en lugar de qué están esas banderas?

Los partidos políticos.

Creo que, en muchos casos, aquellas banderas efectivamente representan diversidad sexual y pueblos originarios, pero esta presencia masiva tiene que ver también con el hecho de que esas banderas están en lugar de lo que alguna vez fueron las banderas de los partidos políticos.

Hoy día, hace ya algún tiempo, han aparecido luchas y problemas graves que cruzan transversalmente a la ciudadanía, digo transversalmente en el sentido de que no buscan encarnarse en un sujeto político determinado, definido por su clase, por su religión, por su historia particular. Pienso, por ejemplo, por ejemplo, en el problema del medio ambiente, en el reconocimiento de los pueblos originarios, en todo lo que se relaciona con diversidad sexual que ya no es minoría sexual, en los temas de racismo y migración. Esta transversalidad anuncia ya un cambio radical en la política.

Ante un movimiento que no tiene liderazgos específicos, uno de los horizontes certeros a los cuales acudir, sabiendo que ahí se está disputando algo, es la nueva Constitución. ¿Qué pasa con eso?

Chile es un país que, sobre todo en el contexto latinoamericano, tiene fama de ser un país muy apegado a la ley. García Márquez decía que a él le llamó la atención en una de sus primeras visitas a Chile el hecho de que los códigos de la ley se vendían en las calles y que la gente los compraba regularmente. ¡Qué díría hoy viendo que el libro súper ventas es la Constitución!

El recurso a la ley, la opción por la vía legal es una cosa que llama mucho la atención. O sea, Chile, es un país donde una coalición declaradamente marxista llegó al gobierno por la vía democrática. La “vía chilena hacia al socialismo” fue un hecho insólito en el planeta, por eso todo el mundo estaba pendiente de lo que pasaba y de lo que fue su terrible desenlace. Después Pinochet crea una Constitución y luego pierde un plebiscito. Todo habla de una historia que desde afuera es muy extraña, aunque a nosotros nos resulta extrañamente familiar.

Bueno, qué ocurre con la Constitución del 80. Creo que lo que se conoce como “la Constitución de Jaime Guzmán” hizo su trabajo. El país que va a cambiar la Constitución es buena medida producto de esa misma Constitución, que ya hizo su trabajo contra sí misma. El individualismo extremo que condujo a Chile al colapso es uno de los principios teóricos esenciales de esa Constitución y su concepto de un Estado subsidiario.

Hoy día Chile nos da qué pensar. Más allá de la urgencia de la consigna, del recurso insoslayable a la clase política existente, de las demandas sociales ya definidas, Chile da qué pensar precisamente porque aún no sabemos qué es lo que nos está sucediendo.


Texto: Francisca Palma
Fotografías protestas: Felipe PoGa.