Salud mental y malestar psico-social en la vida universitaria

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El decano de la Facultad de Ciencias Sociales, Roberto Aceituno, reflexiona respecto a diversos factores asociados a trastornos de salud mental, donde «dificultades en la relación con compañeros, satisfacción con la carrera, dificultades en la relación con docentes, pérdidas económicas y pérdidas en salud», son parte de las variables clave a considerar. Asimismo, advirtió, «los problemas de salud mental son, al mismo tiempo, individuales y colectivos», además de diagnosticar que «el gasto en salud mental en el país no sólo es insuficiente». En este contexto, «la manera en que la U. de Chile enfrente este desafío, será una señal importante para el país en la medida que las condiciones de malestar subjetivo y social en la vida universitaria sean la expresión de un modo de convivencia que afecta a la sociedad chilena en su conjunto».

La salud mental en el medio universitario –y en el medio nacional– es un problema complejo y doloroso. Situaciones que van desde prácticas pedagógicas e institucionales desfavorables hasta las más graves de sufrimiento personal y social, dan cuenta de una realidad que es parte de las condiciones de malestar que atraviesa la sociedad chilena en su conjunto. Cada vez más, nuestros modos de vivir en sociedad, en instituciones, en la vida cotidiana terminan por redundar en experiencias de desazón, incluso de sinsentido.

Evidencia

Si nos detenemos en los estudios epidemiológicos, observamos que una de cada tres personas sufre problemas de salud mental en algún momento de su vida, mientras que una de cada cinco ha tenido un trastorno en los últimos seis meses, principalmente de carácter ansioso y depresivo. Esto constituye un problema para el país, puesto que los costos asociados a los trastornos mentales oscilan entre un 3 y 4 por ciento del PIB, según estimaciones para los países desarrollados por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS). En Chile, el costo más significativo es el que representan las pérdidas de productividad por los años de vida saludables perdidos, donde los trastornos neuropsiquiátricos contribuyen con el 31 por ciento, siendo uno de los índices más altos en el mundo.

Si bien la mayoría de los indicadores de prevalencia de patología psiquiátrica en Chile se encuentran en la media de los países de América Latina, Chile duplica la tasa regional de prevalencia de distimia (8 por ciento v/s 3,5 por ciento en América Latina) y abuso o dependencia de drogas ilícitas (3,5 por ciento v/s 1,6 por ciento en América Latina). A nivel local, la prevalencia de síntomas depresivos en la población es de 17,2 por ciento.

Entre la población adulta, un 21,67 por ciento reporta haber recibido diagnóstico médico de depresión alguna vez en la vida, lo que tiene una tendencia a ser mayor entre las mujeres y en el grupo de menor nivel educacional, según datos del Ministerio de Salud en el año 2011. No resulta sorprendente entonces que estadísticas de la OMS señalen que Santiago de Chile encabeza las capitales con mayor número de trastornos ansiosos y depresivos en el mundo. Esto se ha traducido en un aumento explosivo del orden de 470,2 por ciento en el consumo de antidepresivos entre 1992 y 2004.

Un aspecto específico del problema se expresa, según estadísticas de la OCDE (2011), en el hecho de que la tasa de suicidio en Chile ha aumentado en un 55 por ciento entre 1995-2009. Chile es el país de la OCDE donde más ha aumentado el suicidio, después de Corea del Sur. En Chile mueren más de 1.500 personas al año por suicidio, y la mortalidad por heridas auto-provocadas intencionalmente ha aumentado entre 1990 y 2005 desde 5,7 a 9,3 por cada 100.000 personas.

La conducta suicida se encuentra dentro de las cinco primeras causas de muertes entre 15 y 19 años (MINSAL, 2007), estimándose que un 30 por ciento ocurre en estudiantes universitarios. Dentro del ambiente universitario, las variables que adquieren una mayor relevancia estadística en asociación con la conducta suicida son, en orden decreciente: dificultades en la relación con compañeros, satisfacción con la carrera, dificultades en la relación con docentes, pérdidas económicas y pérdidas en salud.

De acuerdo a datos de estudios realizados en la Universidad de Chile, los resultados de la medición de Calidad de vida relacionada a la Salud (CVRS) son más bajos en los y las estudiantes universitarios analizados en comparación de los resultados de un estudio nacional en adolescentes escolarizados del país. La dimensión “Estado de ánimo y emociones” aparece baja en los resultados tanto del 2015 como del 2016, siendo significativamente más bajos el año 2016. La literatura internacional muestra resultados similares de otros estudios que establecen que los síntomas de depresión, ansiedad y angustia son más comunes en los y las estudiantes universitarios en comparación con otros jóvenes de la misma edad. Según datos recientes, un 46 por ciento de quienes ingresan a la Universidad de Chile (primer año) señalan como importante o muy importante contar con apoyo psicológico durante el año académico.

Reflexión

Ciertamente, los problemas de salud mental actúan en diversos espacios y responden a distintos grados de complejidad y urgencia. Requieren de estrategias preventivas, pero también en muchos casos de un trabajo terapéutico específico que involucra competencias profesionales complejas. Asimismo, condiciones contextuales: familia, escuela, universidad, trabajo, inhiben o promueven el desarrollo de dichas problemáticas con un mayor o menor nivel de gravedad. Por tanto, es necesario integrar estas dimensiones en un abordaje que considere tanto las condiciones sociales que facilitan el costo psíquico asociado a los problemas de salud mental, como aquellas relativas a sus aspectos institucionales y sobre todo aquellas subjetivas vinculadas a trayectorias de vida.

Los problemas de salud mental son, al mismo tiempo, individuales y colectivos. Reducirlos a la esfera íntima del sufrimiento personal desconocería que la vida privada está en “íntima” relación con el vínculo a otros, donde el contexto familiar, institucional y comunitario, juega un papel crucial. Pero reducirlos también a condiciones puramente “contextuales” olvidaría la irreductible singularidad de su dimensión subjetiva. De ahí que el abordaje de este problema en el medio universitario ha de reconocer que muchas veces las situaciones de dolor psíquico se traducen en condiciones relacionales, institucionales, familiares, socioeconómicas que, unidas a los imperativos de logro individual, terminan por estallar en experiencias de profundo malestar psíquico. Por consiguiente, es necesario actuar en diversos niveles complementarios: acompañamiento terapéutico, abordaje comunitario de las condiciones que facilitan los procesos de dolor y sufrimiento, identificación y cambio de prácticas abusivas, para así promover prácticas sanas de convivencia y cooperación.

Ciertamente, no se trata sólo de problemas psicopatológicos que requieren de etiquetas diagnósticas y sus consecuencias farmacológicas; es necesario mucho más. El trabajo terapéutico, al que la mayor parte de la población no tiene acceso, ayuda mucho. Y es necesario dar valor a ese trabajo, invertir recursos para ello, reconocer que lo que falta cotidianamente –apoyo, reconocimiento, elaboración, creatividad– puede ser abordado en parte por un trabajo profesional que es necesario validar en todos sus niveles y desde una perspectiva interdisciplinaria.

El gasto en salud mental en el país no sólo es insuficiente, sino que ignora los efectos beneficiosos que tendría para la economía misma; el más alto porcentaje de licencias médicas es del orden de la salud mental, un tercio de la población ha recibido un diagnóstico de depresión en el algún momento de su vida, aun cuando el problema fundamental es de las personas y no de la economía.

Las exigencias de logros, la ausencia o menoscabo de mínimas garantías de reconocimiento, el debilitamiento de un lazo social humanizante, una ideología sostenida en la competencia y el consumo, todo lo que hoy en día se traduce en diversas formas de maltrato y violencia, participan de aquello que llamamos salud mental, universitaria en este caso.

En la tarea de restituir un modo solidario de vincularnos unos con otros, nadie es responsable únicamente y todos lo somos a la vez. No se trata solo de solicitar a las autoridades de turno una solución inmediata, tampoco de un problema donde sólo se conciba la responsabilidad individual. El problema de la salud mental, como sus expresiones más extremas, angustia, depresión, incluso suicidio, requiere de un esfuerzo colectivo e individual.

El hecho de que este problema adquiera relevancia dentro de las demandas actuales de estudiantes de la Universidad de Chile, ha de entenderse como la traducción política de un malestar que concierne a las condiciones colectivas de la vida universitaria y que llama al reconocimiento de la responsabilidad igualmente colectiva e idealmente comunitaria para su abordaje diverso. Para ello es preciso reconocer el aporte que no solo desde el movimiento estudiantil es posible realizar para identificar los problemas, sino también desde las diversas áreas de la convivencia universitaria: autoridades, académicos/as, funcionarios/as no académicos/as, la comunidad universitaria toda.

La manera en que la Universidad de Chile enfrente este desafío, considerando también los múltiples avances surgidos desde la práctica directa en las Unidades Académicas y en las políticas institucionales en curso, será una señal importante para el país en la medida que las condiciones de malestar subjetivo y social en la vida universitaria sean la expresión de un modo de convivencia que afecta a la sociedad chilena en su conjunto.

Roberto Aceituno, Decano Facultad de Ciencias Sociales U. de Chile.